Veo que el flamante redentor con el que ha dado la Argentina, otro más para sumar a la lista (San Martín, Perón, Evita, El Diego, Cristina, Leo…), es un aficionado a los perros. Javier Milei, hoy en pole position para ser el próximo presidente de la República, tiene cinco mastines ingleses. Se lo agradezco porque hacía tiempo que buscaba un pretexto para escribir una columna sobre mi animal favorito, pese a que las mascotas de Mieli se parecen más a un hipopótamo que a un perro normal.
Da igual. La verdad es que todos los animales me caen bien, más cada día cuando veo la calidad de líderes que aparecen en el escenario mundial, cuando observo cómo las redes sociales alimentan las tendencias más tontas del ser humano, cuando reflexiono, tras ver la película ‘Oppenheimer’ esta semana, sobre la inevitabilidad de que acabaremos -sí, nosotros mismos lo haremos- con nuestro planeta. La cuestión es si nos achicharraremos poco a poco con el cambio climático o si lo haremos de golpe con nuestras bombas nucleares.
Mientras, lo mejor que podemos hacer es seguir el ejemplo de Voltaire y “cultivar nuestro jardín”, refugiarnos en la vida personal, preferiblemente acompañados de un perro. Veo que muchos ya lo están haciendo. Hasta hace muy poco España, donde vivo, no era un país de cultura canina. Hoy me llama la atención la cantidad de perros en las calles y no es que me lo esté imaginando. En los últimos tres años ha aumentado un 38% el número de perros registrados acá, un total de 9,3 millones. Leo que en la Argentina, con la misma población humana, hay unos 17 millones de perros. En ambos países la pandemia disparó el crecimiento de mascotas en los hogares.
¿Por qué la conexión pandemia/perros? Ofrezco una teoría. Obligados a confinarnos en casa, el amor incondicional que ofrecen los perros sirve como un punto de encuentro para padres e hijos, un foco para dirimir tensiones y disfrutar de una ternura compartida. Pero yo creo que el auge perril seguirá ahora que hemos recuperado la libertad. Hay una necesidad vital que cumple el perro hoy, un hueco que llena en una era que se define por la omnipenetración del teléfono móvil en la vida humana.
Olvídense del Covid. La pandemia que nos asola y nos seguirá asolando es la pandemia de la soledad. Donde antes había contacto físico, hoy hay contacto virtual. Cada vez más el amor, el sexo o el trabajo se inician, se sienten o se hacen mirando una pantalla. Nos estamos olvidando de cómo tocarnos, cómo mirarnos los ojos, inclusive cómo hablar. Nos comunicamos a través de mensajes cortos, tecleados o grabados, vía WhatsApp o Instagram, agregando “likes” y emoticonos en un intento de transmitir sentimientos por los que carecemos de palabras, o de gestos como abrazos o caricias.
Con el perro, que le da igual nuestro creciente analfabetismo, no nos comunicamos por móvil o por la pantalla de una computadora. Le hablamos con un amor sin filtros, lo abrazamos y acariciamos todo lo que queremos. Nos ponemos ansiosos antes de llamar a alguien por teléfono, por temor a molestar. Por miedo al rechazo. El perro siempre está disponible, en carne y hueso. “¿Salimos a pasear?” ¡Claro que sí! Y cuando has estado fuera y volvés a casa te recibe, infaliblemente, con una fiesta, con una alegría que jamás recibirás de tus amigos, de tus hijos o de tu pareja, salvo quizá que estés regresando de la guerra. En el mundo digital el calor canino suple la ausencia del calor humano.
La compañía de un perro no sólo combate la soledad sino que agranda la autoestima, baja el estrés y mejora la salud. Sí, la salud también. ¿Han visto la tendencia que hay en los hospitales a traer perros al lado de las camas de los enfermos? Acariciarles y hablarles ayuda con la recuperación. Leí esta semana que, según una investigación médica en Suecia, personas que viven solas y que han sufrido un infarto o un ictus tienen un 33 por ciento más probabilidad de recuperarse si hay un perro en casa. La razón; el cariño que reciben de los perros y el ejercicio físico que les exigen hacer. “Si un perro fuera un medicamento la empresa farmacéutica que la patentó se haría muy rica”, dijo uno de los encargados de la investigación.
Hay una vieja broma en Washington. “Si querés un amigo cómprate un perro”. Ha dejado de ser broma, tanto en la vida normal como en la vida política. Por eso será que desde 1933 todos los presidentes de Estados Unidos han tenido un perro, todos salvo Donald Trump, que tampoco tiene amigos. Leo por ahí que Milei tiene tendencias trumpistas. Ok, pero seguro que no llega al extremo de ensimismamiento del original. Tener perros lo humaniza.
O, quizá mejor, lo animaliza. Le reduce, o eso esperemos, las cuotas de vanidad, envidia, rencor y tribalismo religioso o ideológico que nos han convertido a los humanos en los animales más peligrosos de la Tierra, los que matan no por comer sino por odio, o por gusto, los que han acumulado un poder destructivo capaz de acabar con el planeta y todos los que habitan en él no una sino cien veces.
Dije que el perro es mi animal favorito, pero me inspiran todos los animales que no pertenecen a la especie homo no tan sapiens. Les dejo con un poema de Walt Whitman.
“Creo que podría transformarme y vivir con los animales: ¡Son tan tranquilos y mesurados!
Me complace observarlos largo y tendido.
No se agobian ni se quejan de su destino.
No se desvelan toda la noche llorando por sus pecados.
No me aburren con sus obligaciones a Dios.
Ninguno está descontento, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas.
Ninguno se arrodilla ante los otros, ni ante los muertos de su especie que vivieron miles de siglos antes que él.
Ninguno es ni respetable ni desdichado en toda lo ancho de la Tierra.”