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Interesante y maravillosamente diseñado reportaje sobre Zinedine Zidane en el diario As. A la manera canónica en que se radiografía a las leyendas: entrevistando a sus adversarios años después. ‘Yo jugué contra’ es una idea delicada que no juega con sus protagonistas sino con el tiempo. Qué tendrá que decir el defensa marcador de Zidane un minuto después del final del partido, qué no tendrá que decir cuando hayan pasado 20 años. Ángel Morales, por ejemplo, defensa del Espanyol, habla de dos asuntos trascendentales.
El primero, el característico físico de Zidane, su corpulencia moviéndose por el aire como un folio. Uno lo veía y veía una montaña; uno lo perseguía, y perseguía una pluma. Y no controlaba. “Más que controles, eran regates”, dice Morales. Zidane asumía el balón bajo su control no con un primer control que lo dominase, sino como un primer gesto con el que desembarazarse del rival, o aclarar el campo, o forzar una falta.
El segundo asunto al que se refiere Morales es más peliagudo y los fans del santificado Zidane suelen evitar pasar siquiera de puntillas. Su carácter volcánico puntualísimo, pero decisivo. Zidane no era un profesional del hacha, de esos que pegan y pegan pero nunca se van a la ducha antes de tiempo (“estaba cortando leña, señor, y se me apareció una pierna en medio”). Zidane en la refriega era casi siempre roja automática. Y Morales, en el trabajo que firma Pedro Iranzo en As, desvela también un subterráneo grado de hijoputismo. En un partido salió al campo un chico del filial del Espanyol, Alberto Crusat. Y en un lance fortuito, Zidane cayó encima de él: Crusat se dislocó la clavícula. Morales escuchó entonces la conversación de Zidane con sus compañeros: les decía “¿Qué queréis? Es muy pequeño. Debería estar jugando aún con mis hijos en el parque”. A Morales le impactaba la broma, el tono, cuando un compañero se acababa de lesionar. Utiliza, por cierto, la palabra “cabroncete”; como lo llamaría al terminar el partido, como lo llama veinte años después.
En 2003 decía Zidane en una entrevista en EL PAÍS a propósito de su dureza (la pregunta le recordaba: “Velasco, Emerson, Puyol y Fabio Aurelio ya han probado sus inesperadas formas”): “El fútbol también es así. Hay que luchar. La técnica y la elegancia no sirven para ganar siempre. Hay que combatir. Cuando estoy en el terreno, eso me sale naturalmente”. Siempre he pensado que es el otro lado, el inexplicable o el inesperado, el indefendible o el inconveniente, el incorrecto o el incómodo, el que eleva a un ídolo deportivo a la categoría de leyenda de dominio público; necesitamos, los que lo alabamos, no saber cómo defenderlo. Y saber que, como tantas veces, dentro de un ángel cabe un demonio: no basta con saberlo, al fin y al cabo eso le pasó —sin ir más lejos— a Dios, sino que necesitamos verlo.
Tan icónico es Maradona desfigurando ingleses en el Azteca como saliendo detenido completamente drogado después de a saber cuántos días de fiesta y rodeado de cámaras. Los aficionados estamos más cerca de la fiesta de aquel departamento de Buenos Aires que del Azteca: lo primero lo puede hacer todo el mundo, lo segundo solo lo puede hacer Maradona. De igual manera que podemos bromear con un chico lesionado o darle un cabezazo a un italiano que nos menta la hermana, pero de un millón de balones que bajen del cielo de Glasgow solo Zidane puede cañonearlo con la pierna de apoyo tiesa como un rascacielos y la otra haciendo un ángulo recto. “En los entrenamientos lo he hecho a veces, pero no tan perfecto. Por la escuadra, haciendo el giro y golpeando de lleno el balón con el cuerpo tan bien colocado, y en ese momento… Esas cosas ocurren una sola vez en la vida”, dijo a este diario, y era verdad.
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